Rumbo hacia Alejandría

Fecha de publicación:
23 | 2 | 2024
Imatge
Egipte

El día 26 de diciembre, día de San Esteban, a las 6:50h de la mañana, Joel y sus tres amigos salen de Barcelona en dirección a El Cairo, con hora prevista de llegada a las 19:00h. Tienen reserva en el King Hotel, de tres estrellas, confortable y con una buena relación calidad-precio. Ellos mismos han elaborado el plan de ruta de acuerdo con la agencia de viajes que les ha proporcionado el medio de transporte correspondiente. Para abaratar gastos han decidido prescindir de un guía oficial. No les apetece añadirse a un grupo organizado porque —según ellos— son gente que se pasa horas y horas comprando y ellos quieren ver todo lo posible hasta apurar los ocho días de que disponen. Además, ya llevan una buena guía recomendada por Altaïr y el GPS de los móviles.

—Mañana tenemos el crucero por Nilo, dice Joel. Remontaremos hasta el Alto Egipto; no podemos perdernos Tebas ni Karnak ni Luxor; y si podemos, debemos llegar hasta Abu Simbel.

—¡Y la Nochevieja en Alejandría! Marcel está siempre de cachondeo. —¿Qué nos espera en Alejandría? ¡Sorpresa! Y riendo, con la mano puesta sobre el corazón, hace como si se declarara: —¡Hipatia, amor mío, por fin puedo conocerte!

—¡No hagas el burro, Marcel, que la paja está cara! Joel casi se cabrea.

—No te enfades, hombre. Tío, si todos sabemos que la película de Amenábar, te llegó hasta el fondo, añade Gerard.

—A ver si ponéis los pies en tierra, amigos, dice Ferran para cambiar de tema, que estamos al llegar.

—¡Osti tú, lo tenemos jodido si ahora tenemos que tener los pies en tierra! ¿A qué altura estaremos volando? Salta Gerard con su típico buen humor.

Sin hacerle caso, Ferran vuelve al tema: —Mis tíos me dijeron que el Gada Hotel de Alejandría está muy bien. Está cerca del puerto y tiene buenas vistas sobre el Mediterráneo y la ciudad vieja. He buscado en Google y he comprobado que es cierto.

—¿No nos va a salir muy caro? Pregunta Joel.

—No más que en El Cairo, según tengo comprobado.

—¿Cuántos días estaremos en Alejandría? Quiere saber Gerard. A mí ya me parece bien hacer cultura, pero yo querría un poco de marcha y me han dicho que allí hay tías muy buenas. ¿Os imagináis poder encontrar a algunas que nos bailen la danza del vientre para nosotros solos?

—Eh, no te pases, que tías buenas ya tenemos en Barcelona. Aquí, lo primero es hacer cultura y después, si hay tiempo, nos divertimos. Tenemos pocos días y hay que aprovecharlos a tope, dice muy serio Joel.

—¿Os dais cuenta de que el tiempo ha pasado volando? Comenta Ferran, mirando su reloj. Ya están anunciando el aterrizaje.

—¡Como no va a pasar volando si estamos en pleno vuelo! Dice un Joel sonriente que empieza a abrocharse el cinturón de seguridad en el momento justo en que se oyen los altavoces.

—Yo llevo aquí la reserva del hotel, dice Gerard señalando la mochila.

—Y yo la guía, dice Marcel.

—Y yo la caja fuerte, añade Ferran, a media voz.  Dólares aparte, pedí al banco libras egipcias. Aunque por todas partes te aceptan los dólares e incluso los euros, siempre va bien tener moneda del país.

Ferran era ahorrador por naturaleza; por eso le habían nombrado administrador porque sacarle un euro era como sacarle una muela. Todos llevaban sus tarjetas de crédito, pero para los gastos compartidos habían hecho caja común.

Joel, con facilidad para los idiomas, lleva un pequeño manual de la editorial Cantábrica, de la colección “Guía de conversación”, de español-árabe. Lleva días practicando con las frases más elementales. Además, llevan también a mano una colección de bolígrafos, caramelos, chicles y golosinas de todo tipo. Resulta que los tíos de Ferran estuvieron en Egipto hace algo más de un par de años y les advirtieron que había muchos niños mendigando por las calles y era bueno dejarlos contentos; esto podía ahorrarles problemas.

Cuando desembarcan ya empieza a atardecer. En el trayecto del aeropuerto al hotel se ven sorprendidos por la ciudad que les resulta más grande y caótica de lo que imaginaban. Es casi un milagro que el taxista no atropelle a ninguno de los peatones que pasan en medio de los coches sin orden ni concierto. Asimismo, los vehículos van y vienen en la más completa desarmonía, como si los semáforos fueran una mera ornamentación sin importancia.

—Vaya, parece que aquí impera la ley de la jungla,  sálvese quien pueda, dice Joel con cara de asombro. Gritos, empujones, ruidos, olores, imágenes de todo tipo forman una sinfonía difícil de describir. Justo al bajar del taxi, un enjambre de criaturas se les pega literalmente a los pantalones. Ferran empieza a repartir lo que considera goloso para los muchachos: bolígrafos, chicles y caramelos. Éste es el impuesto que deben pagar para poder llegar al hotel sin tropiezos.

Después de inscribirse, suben a las habitaciones -dos dobles seguidas- a fin de deshacer el equipaje antes de bajar a cenar, comida que -según les han dicho en la recepción- se verá amenizada con un espectáculo sorpresa. El cruce de miradas y algún gesto expresivo de Marcel muestra que la imaginación ha elevado la temperatura de repente.

Sentados ya en la mesa, lanzando miradas expectativas por doquier, empiezan a dudar de la sinceridad del anuncio, pero cuando están a mitad de la cena, aparecen dos muchachos y dos muchachas bailando e invitando a bailar a los asistentes. Gerard y Marcel, los más discotequeros del grupo, con mucha soltura, salen felices moviendo las caderas en un intento de imitar a las chicas. Los otros dos se divierten haciendo fotos con el móvil.

Un camarero les dice que, si se apresuran, todavía pueden llegar al espectáculo de luz y sonido que tiene lugar en las pirámides de Guiza. Van rápidos, pero llegan casi al final. Y suerte que en el hotel les habían avisado que tuvieran cuidado con los carteristas porque han estado a punto de un percance. Unos chavalines, simpáticos y risueños, les entretenían pidiendo hacerse una foto con ellos mientras unos no tanto chavales se aplicaban devotamente a desabrochar sus mochilas. ¡Suerte que Marcel ha dado la voz de alerta! Entonces los cuatro a una han levantado tal griterío que los demás han huido. Hoy han estado de suerte; esto les hará estar más atentos y ser precavidos en los días posteriores.

Los días 27, 28, 29 hacen el crucero por el Nilo como estaba previsto y recorren el Valle de los Reyes, visita imprescindible. En este momento están ante la gran necrópolis en la que fueron enterrados muchos de los faraones del Imperio Nuevo.

Joel saca la guía y lee en voz alta:

—Hasta el día de hoy se han descubierto más de sesenta tumbas abiertas en las rocas. En la antigüedad, el valle se denominó Ta Iset Maat, que significa "Lugar de la verdad". El primer faraón que fue enterrado en el Valle de los Reyes fue Tutmosis primero, faraón de la decimoctava dinastía.

Ferran le interrumpe para decir:

—La entrada básica nos permite el acceso a tres de las tumbas, las que queramos, exceptuando la de Tutankamón que requiere una entrada especial y la de Seti primero que actualmente no puede ser visitada.

Joel exclama:

—Ya puestos, ¿no creéis que vale la pena visitar también la tumba de Tutankamón?

Ferran replica de nuevo:

—¡Pero si sólo hay las cuatro paredes! Todos los tesoros están en el Museo de El Cairo y… ¡ya los veremos el día que vayamos, coño!

Joel no parece conforme y va fustigando hasta convencer al resto. Siguiendo las indicaciones que señala la guía visitan las tumbas de Tutmosis III, Ramsés VI, Ramsés IX y Ramsés IV. Acaban agotados, no tanto por el cansancio como por las colas de turistas. Sin embargo, optan por ver también el Templo de Hatshepsut, único en todo Egipto.

Ahora es Marcel quien lee:

—Fue construido por la reina Hatshepsut en forma de terrazas de grandes dimensiones, con columnas que se confunden con la vertiente de la montaña, situada detrás del templo. La obra se debe al arquitecto Senmut quien logró una perfecta armonía de proporciones. El templo está en parte excavado en la roca y en parte construido externamente, basándose en las edificaciones previas realizadas por Mentuhotep primero.

​—Calla, Marcel, calla, —dice Joel mientras contempla extasiado el espectacular templo que tiene ante la vista— Ahora miramos y hacemos fotos. Después, en el hotel, nos lo lees con más calma.

El 29 por la tarde vuelven a El Cairo donde disfrutan de una nueva cena con espectáculo. Se van a dormir puesto que al día siguiente deben salir muy temprano para ir a Alejandría. Todo nos sale de perlas, piensa Joel antes de dormirse con la sonrisa en los labios. Tenemos más suerte que un quebrado. Y mañana, ¡por fin a Alejandría!

El día 30 por la mañana, salen hacia la ciudad tan soñada. Aprovechan para contemplar el paisaje y, a la vez, empezar a leer información para ir haciendo boca. Ferrán que disfruta con ello, se dispone a leer: —En torno al año trescientos antes de nuestra era, fue fundada la ciudad de Alejandría, por Alejandro Magno, en la costa mediterránea de Egipto. Se consideraba la mayor ciudad del mundo. Tenía avenidas de treinta metros de ancho, un magnífico puerto y un gigantesco faro para anunciar a los marinos que se dirigían a la ciudad, que ya llegaban a su destino. Este faro fue una de las siete maravillas del mundo antiguo. Alejandría era una ciudad cosmopolita en la que convivían pacíficamente ciudadanos de muchas nacionalidades. Era el sitio ideal para un centro internacional de investigación e investigación. Este centro era la famosa biblioteca y museo de Alejandría.

—¡Aquí enseñaba Hipatia! Exclama de repente Joel.

—Calla y escucha, dice Ferran.

—El museo, dedicado a las especialidades de las Nueve Musas, era el centro de investigación propiamente dicho. La biblioteca se guiaba por el ideal de reunir una colección internacional de libros, con obras griegas y traducciones al griego de tratados escritos originalmente en otras lenguas. Esta biblioteca, que en un principio era un anexo del museo, enviaba a agentes a todos los lugares del mundo conocido en aquella época para buscar libros de todas las culturas. Cuentan que cuando un barco llegaba a puerto, lo registraban para ver si transportaba libros; en caso afirmativo, los incautaban, los copiaban y después los devolvían a sus dueños.

—¡Osti tú, ¡qué astutos! Exclama Joel.

De repente salta Ferran:

—Ahora viene algo que creo que ni tú Joel lo sabes. Según narra la Carta de un tal Aristeas, del siglo segundo antes de nuestra era, el rey Ptolomeo segundo Filadelfo envió una embajada al Gran Sacerdote de Jerusalén, Eleazar, a instancias del bibliotecario de Alejandría. La embajada tenía una doble misión: conseguir una copia de la Torá de los judíos, escrita en hebreo y, a la vez, conseguir que les proporcionara también los sabios que deberían traducirla al griego. La misión real tuvo éxito y de Jerusalén bajaron a Alejandría setenta y dos sabios, seis por cada una de las tribus de Israel, escogidos por el Gran Sacerdote, para llevar a cabo esta misión. Cuando dichos sabios llegaron a Alejandría, fueron recibidos por el rey y llevados a una isla a las afueras de la ciudad y allí llevaron a cabo la traducción en setenta y dos días. A continuación, Demetrio reunió a la comunidad judía de Alejandría para leerles la traducción al griego. Fue aprobada por aclamación y juraron no añadir ni sacar nada de esa Ley. Finalizada la misión, los sabios regresaron a Jerusalén con regalos para el Gran Sacerdote Eleazar. Esta traducción es conocida con el nombre de Los Setenta y suele escribirse en cifras romanas: una L y dos XX.

—¡Ostras! ¡Con lo fácil que sería poner un siete y un cero! Dice Marcel.

—¿Y todo esto es verdad? Pregunta intrigado Gerard.

—Eso es lo que pone la guía. Ni más ni menos, pero si es cierto o no...

—Bueno, Joel, tu Hipatia que sabe todo ya nos lo dirá si es verdad o no, ¿verdad?

—¡No seas idiota, Marcel! Dice cabreado Joel; a veces me pones a parir.