HACIENDO INMERSIÓN EN LOS SALMOS (continuación)

Orar con los salmos, significa sentirse llamado a mirar al mundo tal como es,  amenazado y a menudo destrozado por la violencia. Pero más allá de la mirada al exterior, los salmos nos presentan la imagen de nosotros mismos, imagen que debemos saber poner en manos de Dios, un Dios de ternura y misericordia.

Fecha de publicación:
23 | 2 | 2024
Imatge
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CLAVES DE LECTURA

Los salmos no son un monólogo sino un diálogo

Podemos darnos cuenta de que si unos creyentes hablan a Dios con tanta confianza es porque han experimentado que Dios los escucha y tiene muy en cuenta lo que se le dice. Se nos confirma cuando leemos: “A voz en grito clamo hacia Yahveh, y él me responde desde su santo monte” (Sal 3,5). Esto nos interpela sobre el hecho de si nuestras plegarias no dejan de ser, a veces, un monólogo en el que decimos muchas cosas a Dios, pero no le damos margen a que Él nos responda. Por eso dice el autor del salmo 95: “¡Oh, si escucharais hoy su voz!”(v 7). En ciertos momentos, si pedimos y no obtenemos una respuesta en la dirección esperada, llegamos a pensar que Dios no nos escucha y eso no es cierto. Dios responde siempre; tal vez no lo hace eliminando la dificultad (algo que pedíamos), pero responde dándonos fuerza para superarla y con ello nos ayuda a crecer.

Los salmos, por tanto, nos presentan este encuentro con Dios; una cita que se lleva a cabo en un lugar determinado. El orante se dirige al santuario; allí le espera Dios y se inicia el diálogo. De ahí que el salterio sea la celebración de una relación; por eso abundan tanto los pronombres personales y los posesivos: Dios nuestro, tu heredad, tu rebaño...

Los salmos son una oración corporal

No podemos desentendernos del cuerpo sin ofender al Creador. Es un talento que de él hemos recibido y del que tendremos que dar cuenta. El cuerpo es el fiel compañero que con nosotros peregrina a lo largo de los años. Él conserva los estigmas de nuestros afanes, problemas y preocupaciones. No es un mero envoltorio, sino que es un amigo, un compañero de camino. Si invitamos a la naturaleza a la alabanza –estamos emparentados con la creación–, ¿cómo no incorporar nuestro cuerpo a la oración? Si Dios tomó un cuerpo para acercar-se a nosotros, yo no puedo desprenderme del mío para acercarme a él sin ofenderlo.

Resulta curioso que la oración de los salmos sea tan concreta y encarnada. Lejos de infravalorar o marginar el cuerpo, la oración se hace con los ojos y las manos; con lágrimas y gemidos; con temblor del cuerpo y el latido del corazón. Esto nos viene a decir que la oración no es una abstracción mental. Para orar no es necesario salir de uno mismo, sino que lo que se precisa es entrar en nuestro interior. Orar a partir de lo que siento, de lo que vivo. Leyendo atentamente a los salmistas, casi les sientes respirar, llorar, quejarse o exultar de gozo. Un ejemplo: “Como el agua me derramo, todos mis huesos se dislocan, mi corazón se vuelve como cera, se me derrite entre mis entrañas. Está seco mi paladar como una teja y mi lengua pegada a mi garganta” (Sal 22,15-16)

En el salterio, de acuerdo con la mentalidad semita, encontramos una concepción unitaria de la persona, con una unidad y globalidad psico-física en la que no se pueden disociar partes o principios ontológicos diferentes, agrupados de forma que se convierten en un todo. Una antropología muy distinta a la antropología de nuestros ambientes occidentales, herederos de una antropología griega. La antropología bíblica es unitaria, no dualista; no hay separación de partes. Cuando se habla de carne, corazón, espíritu, ojos, manos, se habla de toda la persona, no de una parte de ella. Es toda la persona considerada desde una determinada óptica. Los salmos nos remiten al misterio central de la persona humana: La ‘palabra’ expresa a un tiempo el habla y la escucha. ‘Manos y pies’ pueden designar todo un conjunto de acciones: trabajo, esfuerzo, conquista, conducta... Cuando los salmos dicen que los poderes enemigos quieren devorar la carne de su víctima, así como los animales depredadores quieren devorar a su presa, hacen referencia a toda la persona. La misma enfermedad se convierte en un depredador; cuando cae sobre el hombre o la mujer, el cuerpo, se desploma.

​El salterio, como la vida misma, es un gran campo de batalla

El mundo de los salmos no es neutro ni ingenuo. Son pocos los salmos totalmente pacíficos y serenos sin que aparezca ninguna reminiscencia de violencia o alusión alguna de las injusticias que sacuden un mundo lleno de conflictos, combates y desgarros.

Basta con echar un vistazo para percibir que el salterio es un memorial de la historia de Israel que se convierte en paradigmática. Allí están presentes los éxodos, exilios y calvarios de la humanidad entera; como el diagrama de un duelo cuyos contrincantes se mueven entre la vida y la muerte: unos inocentes, débiles, indefensos, frente a unos adversarios, opresores y violentos. La incapacidad para la abstracción no le permite al semita hablar de mal, sino de malvado. Este rasha, el adversario, no es tanto un hombre concreto como la propia entidad del mal con todos sus rostros. Un símbolo de aquellos que con su vida niegan a Yhwh, pasan de él y por tanto no respetan su Ley; permitiéndose extorsionar libremente al débil.

Sí, el salterio es un retrato del eterno combate que se da en nuestro mundo desde la noche de los tiempos; esta lucha desatada por el espíritu del mal, el espíritu de las tinieblas enfrentado a los hijos de la luz en terminología juánica. Un espíritu del mal que se traduce en ambición de poder, envidia, orgullo, prepotencia, arrogancia, injusticia flagrante, siempre tras el indefenso, el justo, el pobre...

Trampas, aguas devastadoras, animales feroces, inundaciones…, son imágenes que hablan de violencia y sirven para describir a este adversario. La fe afirma que Yhwh es quien tiene en su mano la justicia del pobre, del inocente, de la viuda y del huérfano, pero a menudo Dios actúa de forma desconcertante. Y, en ciertos momentos, parece que quien ora se impaciente y se inquiete ante este hecho. Ahora bien, el creyente puede enfadarse con Dios, pero nunca puede romper con él porque quien ha hecho experiencia de Dios puede enojarse con él, como hace Job, pero nunca puede dejar de creer ni de confiar en él.

Los salmos nos presentan, por tanto, esa relación de amistad tejida de confianza entre Dios y un salmista que se desahoga libremente con su Dios porque ha experimentado que éste acoge sus lágrimas, escucha su oración y, por tanto, atenderá a su súplica. “Yahveh está cerca de los que tienen roto el corazón. él salva a los espíritus hundidos”. (Sal 34, 19). Todo el libro de los salmos vibra con esa esperanza.

En el fondo el salmista está convencido de que el justo no podrá vencer al mal; solo el Mesías, podrá hacerlo. Ésta es la piedra angular en este drama, un drama que se puede ver como en tres momentos:

  • En el momento actual, impera la injusticia, negra noche donde el pobre sufre la extorsión.
  • Dios tiene en su mano la causa del débil y su juicio marca el final de esta noche
  • La luz triunfará finalmente en la gloria del reino mesiánico.

Los salmos no son perfectos, como no lo son las personas que con ellos oran.

Los salmos no son perfectos; muchos tienen arrugas como las tenemos nosotros, porque los salmos son oración de hombres y mujeres que no se engañan a sí mismos cuando hablan con Dios. Se han sentido aceptados y queridos tal y como son y esto no tiene precio. Por eso le hablan desde su pobreza y ponen sus heridas ante su benevolente mirada y así su luz puede sanarlas.

Por tanto, orar con los salmos, significa sentirse llamado a mirar el mundo tal cual es: amenazado y a menudo roto por la violencia. Pero más allá de la mirada al exterior, los salmos nos presentan la imagen de nosotros mismos con todos nuestros turbios recovecos, imagen que debemos saber poner en manos de Dios, un Dios de ternura y misericordia. Así él podrá convertir estas zonas oscuras que duermen en nuestro interior.

Hay otros adversarios en el salterio. El tiempo y la muerte también son depredadores. El salmista siente el aguijón del miedo ante la fragilidad. Sabe que por ser humano es efímero y está encaminado a la muerte. Su vida es un instante efímero, un espejismo, una ilusión, un sueño. Consciente de ello, se siente un nómada, un peregrino, un forastero como un día sus padres en Egipto... Pero tiene un viático, la Torá, que lleva un aliento de eternidad. La Torá, voluntad de Dios puesta por escrito, es camino, verdad y vida. El salmista, apegado a esta Palabra, sabe que tiene futuro aquí y lo tendrá en el más allá: “Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás.¿Quién hay para mí en el cielo? Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre!” (Sal 73,23-26)